Religiones a granel.
Me encanta la programación de
la tele a altas horas de la madrugada. Me encanta porque no hay
programas del corazón, ni series chorras o estúpidas, ni
telediarios que me recuerden que vivimos en un mundo de mierda. Pero
sobre todo, sobre todas las cosas, me encanta por la teletienda
(seguro que te creías que era por las películas porno, ¿verdad?.
Pues te equivocas. Para eso ya tengo Internet). Y es que la
teletienda es maravillosa; el único sitio donde puedo comprarme un
aparato que corta patatas mientras hago abdominales. O donde puedo
comprar un alargador de pene que quita las arrugas de expresión de
los ojos (de nuevo, te digo que no seas malpensado, no lo compré
porque mi cutis es tan excelente que no tengo ninguna arruga).
Si señor, en la teletienda hay
de todo, pero nada comparado con esos señores que llaman a tu puerta
justo en ese preciso momento en el que acabas de acomodarte en tu
amado sofá dispuesto a realizar la tan respetada digestión de esas
fabadas asturianas que tan ricas estaban. Ahí estas, tan tranquilo
cuando suena el timbre de la puerta. Piensas que ni las campanas que
te dan la bienvenida al infierno pueden sonar tan mal, y seguidamente
comienzas a cagarte en todo el árbol genealógico del que ha
apretado el botoncito. El hemisferio derecho de tu cerebro te dice
“que vaya a abrir Juan Pardo, que estás muy cómodo tumbado”,
pero el puñetero hemisferio izquierdo te dice “¿y si es algo
importante?”. Así que haciendo caso a una reflexión estúpida,
haces un esfuerzo inhumano y te diriges hacía la puerta mientras que
el jodido timbrecito suena de nuevo. Abres la puerta y ahí están.
Mientras se presentan tratas de poner cara de simpático a la vez que
mentalmente te preguntas por qué demonios no miraste por la mirilla
antes de abrir. No queda más remedio; hay que apechugar. Solo será
un ratito; disimulas que escuchas atentamente lo que dicen y recoges
los panfletos que te dan.
La teletienda es genial sí,
pero jamás podrá ofrecer la salvación de tu alma y una vida
repleta de felicidad, tal y como acababan de hacer. Lo cierto es que
el producto no pintaba mal. Los resultados prometidos eran
excelentes, y el precio relativamente barato; solamente algo de
credulidad (ellos se referían a eso como fe), y algunos minutos de
rezo o propaganda gratuíta. Maldita sea, ya no conseguía pensar en
otra cosa; a la mierda la siesta.
Sin embargo, si hay algo bueno
que la tele nos ha dejado como legado (además de la teletienda), es
la famosa frase del hombre del detergente Colón: “busque, compare,
y si encuentra algo mejor... cómprelo”. Recordé entonces que en
la despensa debía tener guardado, prácticamente desde que era
pequeño, algunos kilos de Catolicismo. Parece ser que nada más
nacer mis padres ya se encargaron de ir llenándome la despensa de
dicho producto a medida que iba creciendo. Me acuerdo que me
alimentaban el alma cada domingo por la mañana, y que a los nueve
años incluso se hizo una gran fiesta en mi honor. Fue un chollo, lo
único que tuve que hacer es una especie de juramento, ¡sin firmar
contrato ni nada!, y a cambio me gratificaban con una fiesta y
multitud de regalos. Eso si que fue un gran negocio. Sin embargo,
desde entonces, a mis dosis de Catolicismo le añadieron una especie
de pan con forma de disco que comenzó a producirme ardor de estómago
e indigestión conforme iba creciendo. El médico me dijo que era
porque había desarrollado alergia a la Iglesia y a un iconodulismo
que mutaba en afiliación a hermandades religiosas. Por suerte,
encontré otro producto que me sentó fenomenal, Ateismo en
tetrabrick; cómodo de usar y sin efectos secundarios.
Pero mi madre siempre me ha
dicho que hay que probar de todo, y ya se sabe que las madres siempre
tienen razón en todo. Así que, sediento de probar cosas nuevas, me
acerqué al mercado. Lo primero que me ofrecieron fueron algunas
variedades de Cristianismo distintas al Catolicismo, pero básicamente
sus ingredientes eran muy parecidos. Así que me acerqué a una
tienda de “todo a 100” y compré un par de kilos de Islamismo. Me
atrajo porque su sabor estaba repleto de misericordia, solidaridad y
benevolencia. Pero al poco noté que estreñía bastante.
Ciertamente, entre sus ingredientes había productos no apto para
todas las almas. No estaba preparado para un sabor tan fuerte; el
rezar 5 veces al día y siempre mirando hacía una dirección me
provocaba eructos constantes. Después, cada año tenía que guardar
un mes de ayuno. ¿Cómo?, pensé que al principio era una coña.
También tenía que hacer un viaje a no se que sitio llamado La Meca
que al parecer está en el culo del mundo. Que cachondos estos
islámicos; para eso me voy de peregrinación a Almonte, que aunque
no aporte nada a mi alma, tengo un 100 % de posibilidades de coger la
cogorza padre y, ateniéndome a mi atractivo físico, un 1 % de echar
una canita al aire (hay que ser realistas).
Pero lo peor, lo peor de todo es
que mi mujer tenía que estar tapada de pies a cabeza y siempre debía
hacer lo que yo quisiera. Perdone, si su mujer es tan fea que quiere
tenerla tapada como un mueble viejo será su problema, pero mi mujer
está muy buena y me gusta presumir de ella cuando salgo a la calle.
Y llámeme calzonazos, pero en mi hogar ella es la que lleva los
pantalones. ¡Ah, bueno!, y mejor no digo nada sobre eso de no poder
comar jamón ni beber alcohol. ¡Que estamos en España, coño!.
Total, que no me sirvió de
nada. Comencé a buscar entonces algo más exótico. Me acordé de
que el rollito oriental está rompiendo desde hace años, así que me
acerqué a una tienda extravagante y compré Budismo enlatado. Tengo
que reconocer que al principio me moló un montón, gracias sobre
todo a la salsa de la reencarnación. Tenía un sabor totalmente
diferente a lo probado hasta ahora. Sin embargo, conforme pasaba el
tiempo comencé a tener remordimientos de conciencia. Al parecer, el
ingrediente principal consistía en considerar el mundo como un baño
de lágrimas y desesperación que no tiene solución, ante lo cual,
el único remedio consistía en el aislamiento de uno mismo y
centrarse en la meditación. Lo siento mucho, pero ignorar estas
cosas no van conmigo, y si hay algo que me pone de los nervios es
precisamente el no estar haciendo nada. Menos mal que solo compré
medio kilito.
Y nada, esto solo fue el
principio de un largo periplo de nuevos sabores que nunca terminaban
por satisfacerme del todo: el Judaismo, a pesar de ser un plato muy
tradicional, resultaba demasiado pesado, y en cuanto querías
mezclarlo con algún otro sabor resultaba incomible. El Hinduismo
resultaba muy complicado de elaborar; demasiados ingredientes para
que el sabor del plato quedara bien. Incluso probé nuevos y
extravagantes sabores como la Cienciología, que al parecer es lo más
chick en Hollywood, y, entre tu y yo, me atreví con platos
“prohibidos” como el Satanismo o el Chamanismo.
Total, que me llevé una buena
época probando nuevos y desconocidos platos. Tengo que admitir que
en todos ellos encontré sabores que me sorprendieron gratamente y
que podían aportar mucho al hambre de mi alma. Sin embargo, todos
también tenían efectos secundarios que pueden resultar fatales si
se abusaban de ellos. Tal vez lo idóneo sea un plato elaborado con
los mejores ingredientes de cada receta, pero soy un completo
papanatas en la cocina, y no creo que sea un plato fácil de cocinar
si en tantos cientos de años nadie se ha atrevido a prepararlo. Así
que después de esta aventura de sabores, creo que retornaré a mis
viejas y asentadas costumbres con mi sabroso tetrabrick de Ateismo
que, por ahora, me va muy bien.
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