NOS VEMOS AL OTRO LADO DEL ARCOÍRIS



Han tenido que pasar varios días para sentirme con las fuerzas necesarias para poder escribir estas líneas.

Llegaste a nuestras vidas un 9 de febrero de 2016 siendo un recién nacido, porque incluso acabando de salir del vientre de tu madre ya te habían denegado tu derecho a vivir (por algo se dice que los galgos sois la raza maldita) Por suerte, se cruzó un ángel en tu camino que no dudó en traerte a casa y cuidar de ti como la mejor de las madres. Solamente eras una diminuta bolita de pelo blanco, pero poco a poco fuiste saliendo adelante, creciendo, y con ello, haciendo crecer también ese amor mutuo e incondicional que solamente sabéis transmitir los perros. 

Pero también teníamos que ponerte un nombre… Y a pesar de que, al igual que tus hermanos, Turbo y Diésel, estaba muy tentado en ponerte un nombre relacionado con el mundo del automóvil, tu madre me preguntó.

-          ¿Y si le llamamos Talco? Es que es tan blanquito... Como los polvos de talco.

En ese momento, sabía que teníamos el nombre ideal para ti. 

 


 

Desde entonces, y a lo largo de estos ocho años, seis meses y veintiún días que has estado junto a mí habré mencionado tu nombre miles de veces. Y te prometo que lo seguiré haciendo. Tu llegada cambió nuestras vidas por completo; pero sobre todo cambió la mía, dejándome ahora una herida emocional que no sé si llegará a cicatrizar por completo, por mucho que digan que el tiempo es esa tirita que acaba curando todas las heridas del alma. 

Te echo de menos, Talco. Me siento extraño cuando salgo a la calle y veo mi brazo sin estar sujetando tu correa; es como si dicho brazo me sobrase. Echo de menos tus llantos porque tenías frío, porque querías subirte al sofá, porque querías salir a la calle, porque querías regresar ya a casa… En fin, llorabas por todo, jodío. Pero también echo de menos tu carácter cariñoso, tranquilo y sensible; tus posturas imposibles cuando dormías, tu torpeza para lamer el envase con los restos del yogur que me había comido, tus orejas tiesas, tus suspiros de placer cuando te subías al sofá y te dormías a mi lado mientras te acariciaba, tu mirada dulce e inocente, pero sobre todo, esa sonrisa de felicidad que siempre me mostrabas cuando me veías aparecer por casa después de mi jornada laboral.

Y lo admito, he llegado a enfadarme muy injustamente contigo; es lo que tiene el egoísmo humano, que llegamos incluso a creer que todo lo que tenemos es para siempre. Me enfadé por pensar estúpidamente que habías permitido que se apagase el motor de tu corazón justo cuando estábamos comenzando nuestro largo paseo a primera hora de la mañana. Un paseo que terminó como no le desearía ni al peor de mis enemigos, llevándote en mis brazos, resignado y destrozado, tras comprobar que cualquier intento que hice por reanimar de nuevo tu corazón fue en vano. 

No me acuerdo bien cómo fue el trayecto de regreso, ni como pude sacar fuerzas para soportar durante ese tiempo tus treinta kilos de peso; sólo recuerdo que, entre lágrimas, quería llegar a casa cuanto antes para que pudieses tener tu último descanso donde más te gustaba, en tu apreciada cama. A veces lo recuerdo como si fuese una simple pesadilla, y que cuando me despierto te vuelvo a ver ahí acostado, en tu cama, junto a la mía. Pero ya no hay cama…

Y ahora, sintiendo todavía el dolor dentro de mi corazón, solamente espero que estés disfrutando al máximo al otro lado del arcoíris, corriendo en interminables y extensos prados junto a otros perros y echando tus largas siestas en enormes nubes de algodón. Porque cuando tarde o temprano llegue mi hora de marchar, ten por seguro que no pararé de buscarte hasta que nos volvamos a encontrar, para rememorar nuestros largos paseos y compartir las siestas a tu lado.

Siempre inmortal en nuestros corazones. Te quiero, canijo mío. 

 


 
 


 











Comentarios

Entradas populares de este blog

50 cosas que me molestan.

No me gusta la Feria.

Ley en contra del Cristianismo (por Friedrich Nietzsche)